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Por Marcelo Elizondo, Responsable del área de Competitividad y docente de la maestría en Dirección Estratégica y Tecnológica del ITBA.

Según un estudio de Deloitte de hace unos meses, en los últimos 145 años la tecnología creó más empleos que los que destruyó, ya que la tecnificación genera crecimiento. En verdad esto ha permitido que el mundo pase de 2500 millones de habitantes en 1950 a los casi 7500 millones actuales, y que el PBI mundial se haya duplicado (en dólares corrientes) desde inicios del siglo XXI hasta hoy.

Pero estamos ante la redefinición del “trabajo”. En primer lugar, porque ocurre en nuevas actividades: más de dos tercios del producto bruto mundial está explicado por servicios, y sólo un cuarto por la industria; y siete de las 10 más grandes empresas del mundo son de servicios.

En segunda instancia, porque la actividad muta, como enseña Mariano L. Bernárdez, experto internacional en Planeamiento Estratégico y director del Instituto Internacional para la Mejora del Desempeño Social y Organizacional. Es el primer PhD dedicado a la incubación y el desarrollo de nuevas empresas en mercados emergentes.

Según Bernárdez, el factor diferenciador en las organizaciones no es su acceso a las materias primas o a los recursos financieros, sino su aptitud para aplicar en forma innovadora y eficiente el capital intelectual. Éste consiste en conocimiento (incluso previo y hasta creado por otros) que se transforma cuando logra aplicación y difusión práctica.

Por eso Stan Shih, fundador de Hacer, que pensó en una línea de producción dibujada en una “smile curve”, explica que el valor se genera en el inicio de las cadenas productivas (innovación, invención, ingeniería, investigación y desarrollo) o en el final (logística, marketing, servicios posventa), mientras en el medio (la tradicional manufactura) hay hoy aporte decreciente.

En los países ricos el capital de innovación supera 35% del PBI, pero en América latina no llega al 25%. Igualmente, es evidente que esta brecha será cubierta en el futuro cercano, porque América latina está integrándose a la economía internacional. Los números hablan por sí solos; en 1970 América latina exportaba el 11,5% de su producción y hoy en día promedia el 22%.

Nunca ha estado tan claro que los generadores de conocimiento son actores económicos. La competitividad sistémica requiere no sólo buenas condiciones macroeconómicas o desarrollo microeconómico, sino también condiciones mesoeconómicas: el ambiente inmediato de la empresa, donde la infraestructura, el acceso a servicios, las políticas locales y especialmente, la formación de los recursos humanos, son elementos críticos.

Lo muestra el “Global University Employability Survey”, que califica a universidades como el MIT, Harvard, Stanford, Technical University of Munich o University of Tokyo, como las mejores generadoras de empleabilidad.

En la Argentina sobresalen universidades de primera línea donde se trabaja entendiendo que hay dos grandes conjuntos de atributos requeridos en el trabajo: las habilidades profesionales (trabajo en equipo, liderazgo, pensamiento adaptativo, gestión intercultural y racionalización, entre otras) y las actitudes personales (respeto, inteligencia social, administración del estrés, gestión de las emociones).

La tecnología no destruirá el empleo, pero sí colaborará en la desaparición de muchos trabajos actuales. Para prepararse es crítico enfocarse, como enseña Tom Davenport, oriundo de Harvard y profesor de Tecnología de la Información y Management de Babson College, en el conocimiento y no en la información.

El conocimiento está formado por información, análisis, interpretación, contexto y experiencia. Y ese diferencial es el que generará empleabilidad.